El DNU dictado por nuestro nuevo presidente transmite el propósito de refundar un nuevo orden social, económico, y tal vez político, que termine con lo que él considera cien años de decadencia argentina, anunciando una nueva era que durará –augura- muchas décadas.
El mensaje tiene ribetes mesiánicos, salpicado con referencias bíblicas (Moisés y el cruce del Jordán), y de una reiterada invocación a las fuerzas celestiales como un protagonista nuevo en la vida política argentina, que transmite un carácter providencial al presidente elegido por ciudadanos que, tal vez sólo por desilusión o fastidio de las otras alternativas, entusiasmados con un envase vistoso, decidieron probar algo nuevo pese a la ambigüedad de sus propuestas que muchos no llegaron a conocer del todo.
¿El mensaje celestial es la supremacía absoluta del mercado?
Dar carácter de verdad absoluta a decisiones políticas, sea por razones religiosas o ideológicas, es muy peligroso. En una sociedad moderna, el disenso, la armonización de intereses contrapuestos, los compromisos recíprocos, el método de ensayo y error, son elementos incompatibles con los dogmas políticos o religiosos.
El presidente, convencido de su misión en esta tierra, está convencido que la única receta válida para ese renacer de la patria para el que cree haber sido elegido es la doctrina del llamado anarcoliberalismo (una original concepción teórica que supera al neoliberalismo que conocimos con Menem, Cavallo y Macri). Es la idea de una sociedad basada en la desaparición de toda intervención estatal y la más completa libertad de las personas, las organizaciones y las empresas, para decidir lo que mejor les parezca, casi sin más límite que la única ley verdadera: la de la oferta y la demanda.
La ilusión ingenua del mercado como garantía de felicidad.
El discurso oficial reivindica como un momento idílico el de la llamada generación del 80, esa Argentina agroexportadora, primitiva, en la que no existían la legislación laboral ni la ley de alquileres, ni la cobertura de riesgos de trabajo, ni las obras sociales, ni los derechos que protegen al consumidor, ni las leyes que reprimen las prácticas monopólicas, ni la protección contra actos discriminatorios, ni los derechos de la mujer. Mucho menos la acción del estado para estimular el crecimiento y realizar inversiones en beneficio de la sociedad.
Este ambicioso objetivo campea a lo largo del DNU desparramando libertades acá y allá y provocando efectos tóxicos de imprevisibles consecuencias: la abrupta desregulación de precios y la libertad para imponer condiciones en contratos sin restricciones, con ventajas a las empresas poderosas para asfixiar a sus competidoras, apertura irrestricta de la economía que liquidará buena parte de la industria local, etcétera.
Las sociedades modernas descubrieron hace más de 100 años que el sistema capitalista tiene una fuerza arrolladora capaz de cambiar el mundo –lo ha hecho- pero también un poder para llevarse todo por delante. De ahí que los estados modernos regulan ese impulso salvaje. Las reglas antimonopólicas, la protección del medio ambiente, los derechos del consumidor y los derechos humanos fundamentales son asegurados y garantizados de modo diverso según la filosofía de cada país.
El derecho del trabajo no es una creación bolchevique sino la garantía de supervivencia del capitalismo.
En este contexto, lo relativo a las relaciones laborales y a la desprotección del trabajo ocupa un lugar central en el proyecto de nuestro nuevo gobierno, y es la cuestión que más efectos inmediatos tendrá en la calidad de vida de la mayoría. Bajo la premisa –falsa- de que la legislación social atenta contra la creación de empleo y el bienestar de los trabajadores, como nunca antes, el DNU procura un retroceso fenomenal en todos los niveles de protección del trabajo, y posiblemente un primer paso hacia su eliminación total. Recordemos que el mismísimo presidente ha dicho que el concepto de Justicia Social es aberrante: «Es robarle a alguien para darle a otro, un trato desigual frente a la ley, que además tiene consecuencias sobre el deterioro de los valores morales al punto tal que convierte a la sociedad en una sociedad de saqueadores».
Vale recordar que fue justamente en materia de trabajo donde se constató el fracaso de la tan sagrada ley de la oferta y la demanda. La demanda de empleo siempre mayor que la cantidad de puestos ofrecidos opera la baja de los precios, es decir, del salario y condiciones de trabajo. Fue así que a fines del siglo XIX y comienzos del XX, los trabajadores pasaron a cuestionar el modelo capitalista y se volcaron a la ilusión de un mundo mejor sin clases sociales bajo las distintas ofertas del socialismo revolucionario y el anarquismo.
Pensadores y gobernantes de la época -entre ellos el Papa León XIII en 1893 con la encíclica Rerum Novarum, y los firmantes del Tratado de Versalles que crearon la OIT en 1917- advirtieron sobre la necesidad de instalar políticas de reconocimiento y protección de derechos de los trabajadores, dando lugar al sistema jurídico que hoy rige en todo el mundo desarrollado. Fue un acto de lucidez, ninguna sociedad puede sobrevivir a la injusticia crónica, y sin paz social no puede haber desarrollo económico. Pero además los trabajadores con buen nivel de vida e ingresos son indispensables para impulsar la colosal maquinaria del capitalismo. La ilusión de un mundo sin legislación laboral, sin sindicatos y con trabajadores que mansamente se someten al empleador, es una ingenuidad imposible de concretar.
Los contenidos concretos de la iniciativa.
El DNU, en lo que hace a la materia laboral, no es una propuesta de reforma, ni de modernización, sino, sencillamente un audaz primer paso para concretar el anhelo supuestamente celestial de liquidar por completo toda la protección del trabajo.
Este objetivo se advierte en la feroz poda que se pretende hacer a todas las instituciones del derecho del trabajo que, sin perjuicio de ulteriores ampliaciones, pasaremos a enumerar.
Una política absolutamente permisiva para el empleo en negro o mal registrado. Se intentan eliminar las indemnizaciones (mal llamadas multas) que sancionan a los miles de empleadores que tienen trabajadores en negro o anotados por menos sueldo, menos antigüedad o prestando servicios por medio día aunque trabajen más de 8 horas. Una forma de estimular la violación de la ley y hasta de generar una competencia desleal que premia al que se ubica al margen de la ley frente al que cumple con las cargas sociales y demás obligaciones. Además, se suprime el recargo que castigaba al patrón que sin ninguna causa más que su capricho se niega a pagar las indemnizaciones por despido obligando extorsivamente al trabajador a aceptar cualquier propuesta para evitarse el juicio.
¿Cómo serán los próximos episodios de las sucesivas temporadas de la saga?
Como en las más locas entregas de plataforma, es imposible prever que pasará en los próximos episodios, aunque tal vez podamos entrever cómo será el último capítulo. En los primeros episodios veremos los tironeos parlamentarios para su validación jurídica, y también la respuesta de la justicia a los reclamos que ya se han comenzado a presentar.
Si fracasa la entrada en vigencia de la norma, la sociedad podrá darse el debate –en el parlamento y fuera de él- sobre el contenido de cada una de las iniciativas del DNU. En ese caso esperar alguna pintoresca rabieta –insultos incluidos- del protagonista de la saga.
Si las fuerzas del cielo logran una primera victoria poniendo en vigor la ley, se vendrá la batalla judicial. En Argentina, aún con las limitaciones que tanto cuestionamos, tenemos un sistema jurídico que muchas veces ha dado respuesta a abusos e injusticias. Sólo basta mencionar el mamarracho de la Ley de Riesgos de Trabajo, que gracias al trabajo de esa raza abyecta de los abogados a la que pertenezco, logró demoler la ley casi por completo y brindar una mejor cobertura a las víctimas.
La serie promete ser apasionante. No apta para espectadores sensibles.